200 años celebrando la Pascua del Señor

Homilia Mons. Mario Molina Palma

 DOMINGO 3° ORDINARIO 

25 de enero de 2015 – Ciclo B 

 

Agradezco la invitación que he recibido de parte del párroco de la catedral de

 Santiago de Guatemala para presidir la eucaristía de este domingo. La invitación se inscribe en el marco de las actividades para celebrar el bicentenario de la dedicación de esta iglesia catedral en marzo de 1815. Esta nueva catedral se construyó a la vez que se edificaba la Nueva Guatemala de la Asunción, la nueva capital del Reino de Guatemala, tras la destrucción de la ciudad de Santiago de los Caballeros, que hoy conocemos como Antigua Guatemala. La nueva catedral y la nueva ciudad auguraban los tiempos nuevos que vendrían con el fin del régimen colonial y la independencia de España en 1821.

 

 Pero esta catedral, nueva cuando se dedicó en 1815, tenía raíces profundas. Era heredera de la antigua catedral de Santiago, de su historia de evangelización a través de la palabra, del arte, de la caridad. En otras palabras, que la celebración de los 200 años no nos haga pensar que la Iglesia y la fe comenzaron entonces. El terremoto de 1773 había destruido la ciudad y la catedral, y la Audiencia y el Consejo de Indias tomaron la decisión de trasladarla en vez de reconstruirla, en contra del parecer del Cabildo y del Arzobispo. Pero el terremoto que destruyó la catedral no destruyó la Iglesia ni su obra evangelizadora. Y esta catedral nueva fue símbolo nuevo de esa Iglesia particular fundada 250 años antes y fue depositaria de la gesta admirable de la evangelización de Guatemala a partir de 1524 cuando el Evangelio se anunció por primera vez a nuestro país, con los primeros evangelizadores que llegaron desde México, con el padre y luego obispo Francisco Marroquín al frente. 

 


 

Cuando esta Catedral se dedicó en 1815, la Arquidiócesis de Santiago de Guatemala abarcaba todo el territorio actual de la República, más el Soconusco mexicano y el territorio actual de El Salvador. Era una Arquidiócesis inmensa, que tenía por sufragáneas las diócesis de Ciudad Real, actual San Cristóbal en Chiapas, Comayagua en Honduras y León que abarcaba Nicaragua y Costa Rica. El territorio y los habitantes de todas las diócesis actuales de Guatemala eran entonces parte integral del territorio y de los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de Guatemala. Pienso que la iniciativa que se ha tomado de invitar a los actuales obispos de las iglesias particulares de Guatemala a celebrar una eucaristía dominical durante este año jubilar responde a ese recuerdo. La actual Arquidiócesis de Los Altos, de la cual yo soy el pastor, era hace dos siglos parte del territorio de la Arquidiócesis de Santiago de Guatemala, y esta catedral era nuestra catedral. 

 

He hecho un poco de historia, porque esta misa tiene el propósito de dar gracias por la historia vivida, historia de fe, de persecuciones y de perseverancia en la caridad y en la santidad. Esta misa y este año jubilar también quieren mirar hacia adelante. Esta catedral debe ser símbolo de ese centro espiritual de donde irradia la evangelización, de donde se nutre la caridad, de donde crece la santidad. De esa evangelización nos hablan las lecturas. 

El pasaje evangélico que hemos leído hoy relata el inicio del ministerio de Jesús  según el evangelista san Marcos. El evangelista nos da una indicación temporal, una información geográfica y una declaración de intenciones. Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el evangelio de Dios. El tiempo lo marca el arresto de Juan. Cuando lo apresan y ya no puede seguir predicando, Jesús inicia su ministerio. Cuando encarcelan a Juan termina el tiempo de la preparación y Jesús que había sido anunciado por Juan, inicia la predicación del Evangelio de Dios. Luego viene la información geográfica. Jesús no sigue las huellas de Juan; Jesús no se queda en el río Jordán. Se va a Galilea. Jesús no se mantiene en el desierto, va por las ciudades: Cafarnaúm y Tiberíades serán sus lugares de referencia, desde donde saldrá para incursionar en el interior de Galilea y también más allá de la frontera, en el territorio de Tiro y Sidón. 

 

Jesús tiene una intención y un propósito que es la razón de su vida. Él ha venido a anunciar la buena nueva de parte de Dios. Esa buena nueva se expresa de modo muy denso: Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Es decir, los plazos del designio de Dios, las etapas en que Dios ha escanciado su providencia para realizar la salvación se han cumplido. Este es el momento de la gracia, es el tiempo en que se realiza el Reino de Dios. Es él, Jesús, la personificación del Reino. Es él quien ha llegado y está cerca, no para juzgar y condenar, sino para ofrecer el perdón y levantar. Es el momento oportuno y la ocasión propicia. Por eso, la segunda parte del mensaje es una orden, una convocatoria, casi una conminación: Arrepiéntanse y crean en el Evangelio. Los tiempos propicios de parte de Dios exigen la respuesta justa de parte del hombre. Esa respuesta tiene dos momentos: arrepentirse y creer. Hay que dar la vuelta y regresar de los caminos equivocados por los que hemos transitado. Los humanos no logramos ver siempre con claridad cuál es nuestra meta, cuál es nuestro fin, cuál es la razón de nuestra vida, dónde está nuestra felicidad consistente. Por eso nos encaminamos por derroteros equivocados que dejan la vida sin sentido, el corazón herido y la mente poblada de sombras. Ahora es el momento de volver. ¿Volver hacia dónde? A la fe en el Evangelio. Crean en el Evangelio. Crean en el camino que les propone Jesús, síganlo a él. Él nos enseña que Dios es Padre lleno de ternura y compasión que tiende la mano, que acoge con perdón, que nos llama a sí mismo. Se abre ante nosotros un horizonte nuevo para entender el significado de nuestra vida. 

 

Por eso San Pablo se atreve a hacer una propuesta audaz: La vida es corta y es única. No la podemos malgastar ni podemos perder de vista el objetivo final. A la luz del amor de Dios, las demás cosas importantes de este mundo, se relativizan. Conviene que los casados vivan como si no lo estuvieran; lo que sufren, como si no sufrieran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no compraran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran de él; porque este mundo que vemos es pasajero. Estas cosas tienen valor para la vida temporal. Pero ninguna de ellas es consistente. La eternidad no está en ellas, sino en Dios. Y Jesús quiere que pongamos la mirada en Dios y en su amor que nos llama, pues allí está nuestra felicidad, de allí nace el sentido de nuestra vida, de Él nos viene la consistencia y solidez que queremos para nuestros pasos. El Evangelio de Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre. Los hombres y mujeres de hace veinte siglos se planteaban las mismas preguntas e inquietudes que los hombres y mujeres de hoy. ¿Para qué vivir, si tengo que morir? ¿Qué debo hacer para que mi vida tenga consistencia y alcanzar la felicidad? ¿Por qué hacer el bien y no el mal? Estas son las preguntas básicas de la condición humana. Los del tiempo de Jesús eran tan humanos como nosotros y los hombres y mujeres de las diversas culturas y pueblos del mundo actual, somos igualmente humanos. Por eso la propuesta de Jesús tiene vigencia universal ayer y hoy. 

Esta catedral es símbolo físico de la presencia de la Iglesia y del Evangelio de Jesús en Guatemala. Esta catedral es la Iglesia madre, de la que nacieron después las iglesias particulares que hoy configuran el mapa eclesial de Guatemala. La Iglesia existe en función de continuar la tarea evangelizadora de Jesús. La Iglesia es la comunidad de los que creen en el Evangelio y siguen a Jesús para iluminar los pasos de la humanidad y servir al mundo con la caridad. La celebración de este bicentenario debe ser ocasión y motivo para renovar aquella intención que llevó a la fundación de la primera catedral en suelo guatemalteco, allá por 1543, cuando se creó la Diócesis de Santiago de Guatemala, que guió e impulsó la evangelización del pueblo de Guatemala.